Sobre el autor

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Puerto Rico (1986). Juris Doctor, Universidad de Puerto Rico. B.A. en Literatura Comparada, Universidad de Puerto Rico, Recinto Universitario de Mayagüez. Entre sus publicaciones destacan: Estoicismo profanado (2007), premiado por PEN Club de Puerto Rico y El imperio de los pájaros, (2011). Es columnista de la Revista Cruce y realiza estudios doctorales en Filosofía y letras en CEAPR. Se ha desempeñado como educador comunitario. Varias noches vagó por las calles de algún punto de la isla ofreciendo condones, jeriguillas limpias y pruebas de VIH.

Sobre mi poesía

“Echevarría Cabán reintroduce en el país una poesía indagatoria cuyo realismo imaginativo se encamina hacia una estética experiencial imaginística como posible paradigma de nuestra literatura más actual”

–Alberto Martínez Márquez


"Indudablemente, la poesía de Abdiel Echevarría es un reto a la normalidad de una conciencia tradicional"

–Rafael Colón Olivieri


martes, junio 12, 2012

Instinto




 Instinto
     Enciende un cigarrillo mientras observa el pulsor parpadeando en la pantalla. Su apartamento llevaba vuelto un caos varios días y la fecha de entrega del  capítulo final de su tesis se acercaba. Afuera llovía sin escampar  desde el lunes y el pronóstico meteorológico anunciaba más lluvia para el resto de la semana. Se levantó aún presa de su absolución y se miró al espejo. Acomodó un mechón de pelo que se había destrenzado y colgaba sobre su frente. Llevaba puesto el mismo camisón desde la noche anterior. El teléfono sonó a las doce de la media noche. Era José, su ex esposo. Recordaba algunos fragmentos de la conversación mientras inhalaba una bocanada de humo.
            -¿Cuándo piensas quedarte con los niños? Estas serán mis vacaciones y Cristina está empeñada en que vayamos solos y honestamente pienso que tiene razón…
            -Sabes que estoy a punto de terminar con la investigación. Necesito acabar para poder firmar el contrato para la plaza a tiempo completo que me ofreció el Decano en la Universidad.
            -Tú no entiendes. Los niños te necesitan…
            -No empecemos, sabes que esto es temporal.
            -Sólo te digo que los niños se quedan contigo estas vacaciones, llegan hoy.
            -Pero, ¿cómo que llegan hoy?, ¿por qué no me lo habías dicho…? ¡Cómo envías a los niños en un avión sin notificarme…! ¡En qué estás pensando, si es que aún piensas!
            -Llegan a las tres de la tarde –le espetó secamente. Una vez dicho esto José colgó el teléfono, como de costumbre, sus conversaciones nunca podían terminar con cordialidad.
     Afuera una señora de unos cincuenta años se resguardaba de la lluvia debajo de un alero y sostenía la mano de un pequeño envuelto en un poncho amarillo. El pequeño chapoteaba los charcos de agua que se iban formando con la corriente. La acera irregular tenía varios desniveles que afectaban incluso caminar con seguridad. Inhaló dos o tres bocanadas más y se preguntó desde cuando sus hijos se habían convertido en una mercancía de intercambio entre su ex esposo y ella. En esa valija nueva que se gasta con pocos viajes.
    Llevaba cinco años dedicada a culminar su investigación para la engorrosa tesis. Un laberinto que iría directo a enmohecerse entre anaqueles y hongos. Había conseguido una beca Fullbright para culminar su doctorado y esa era su única esperanza para conseguir empleo. La burbuja hipotecaria del 2008 había dado al traste con la seguridad laboral en el país y las universidades no estuvieron exentas del proceso. Los estudios postgraduados, esa navaja de doble filo que anida en las gargantas de los más jóvenes, vinieron a salvarle el pellejo, como a muchos en el país. No era momento de preocuparse de la deuda futura. También de alguna manera le ofreció el vehículo para escapar de una maternidad no deseada y que llegaba a destiempo. José quiso tener niños desde siempre. Él creía en la familia, en que la mujer tenía que asumir los roles de crianza porque eran las mujeres quienes estaban mejor preparadas. Para él la maternidad era algo instintivo. Patricia nunca lo vio de esa manera. Su ex era un hombre brillante. Se había graduado con honores y había heredado el negocio familiar. Patricia nunca pudo comprender qué le atrajo de él. Su deseo de formar familia distaba del hombre aventurero que había conocido en aquél Bar una noche solitaria de diciembre.
     Cada vez que surgía el tema de la maternidad intentaba eludirlo. Nunca entendió bien qué significaba el instinto materno. Su madre pensaba que había nacido seca. Dañada irremediablemente. “Para lo único que sirves es para leer esos libros que nunca te han permitido ser una mujer de verdad”. Patricia detestaba sus llamadas. Le parecían una tortura, casi se sentía en la línea de fusilamiento esperando la balacera de reclamos constantes de su madre. Había optado por el estoicismo y acelerar la conversación lo más que pudiera. A veces para terminar la llamada sin aspavientos, simplemente le decía que tenía trabajo de campo y tenía que salir. Otras ocasiones inventaba que había llegado el muchacho de las entregas  del restaurante y tenía que colgar para pagarle la comida. Prometía devolver la llamada. Nunca lo hacía.  
            Desde su venta observaba cómo la señora apretaba la mano del niño y trataba de zafarse. Ese niño se zafará de todos modos, le está haciendo daño. Las palabras de José resonaban aún en su cabeza. “Los niños te necesitan”. ¿Les estaré haciendo daño también?  Se alejó de la ventana. Volvió a sentarse frente a la computadora, pero la colección de data había resultado infructuosa, salvo las historias orales. El teléfono volvió a sonar, no quiso contestar. La grabadora escupió el mensaje urgente de su Director de Tesis:
            -Patricia, necesito que me entregues tu último borrador, esta semana tenemos que presentarle al comité. Llama tan pronto puedas. Un abrazo, Jorge.
            Jorge era un hombre de unos cuarenta y cinco años. Era alto y fumador compulsivo. Vestía siempre una chaqueta marrón y unos jeans. Ya algunas canas sueltas le cubrían las entradas.  Era atractivo, más que por su físico por su aire maduro que despertaba la sensualidad de la experiencia. No parecía gastado por los años sino al contrario su sonrisa destilaba vitalidad y un júbilo inusual en un académico. Patricia rechazaba la idea de su sensualidad maciza.  Rehuía mirar sus vellos revueltos en el pecho, hasta que en una fiesta de confraternización entre la facultad y los estudiantes terminaron escapándose juntos, justo cuando el Director de Departamento iniciaba su anquilosado discurso.  Desde ese entonces vivían un romance muy atípico. Patricia no soportaba la idea de tenerle mucho tiempo cerca. Le decía que eso le impediría a ambos ser objetivos. Lo cierto es que a los hombres, le importa poco la objetividad cuando pierden la cabeza por una mujer.
      Encendió otro cigarrillo, exasperada. No encontraba las palabras para articular sus postulados. Estaba cansada de citar autores que ya nadie lee y de rastrear axiomas de teorías imbricadas en una verborrea desoladora. Ya daban las dos y treinta y aún no conseguía moverse de su ventana. Miró al reloj. Volvió a observar a la señora que sujetaba al pequeño. El niño lloraba, inquieto y la señora lo reprendía mientras la lluvia arreciaba.
     Se cambió la blusa y se puso unos jeans. Ya en la carretera tomó la calle que conectaba al expreso. Apagó la radio para organizar su mente. Hacía un año que no veía a sus hijos. No podía negar que se sentía ansiosa. ¿Era júbilo o nervios, aquello que se le anudaba en el estómago? Estacionó su vehículo y se acercó a la salida destinada. Veía viajeros de todas partes, algunos vendedores indios con estampas. Daban las tres y media. ¿No me retrasé tanto? Los niños me van a odiar. Miraba hacia la pantalla de itinerarios de la aerolínea. No había noticias del vuelo. Si esto es una mala broma de Jorge, me va escuchar. Preguntó a una empleada de la aerolínea y verificó el itinerario. El vuelo en efecto había salido, pero estaba retrasado. Tuvieron que cambiar la ruta por el mal tiempo. Decidió regresar a su casa e intentar adelantar algunas páginas. No tenía sentido esperar tres horas más en el aeropuerto. Transitó lo más rápido que pudo. Una vez en el apartamento reapareció el bloqueo y las cenizas palpitantes del pulsor sobre la página en blanco.
     Se levantó y observó por el cristal empañado de la venta. Los autos disminuían la velocidad y la ciudad parecía aquietarse con la lluvia. Estuvo largo rato con  la mirada enredada entre las gotas que resbalaban por la ventana. El niño reapareció de súbito y continúo chapoteando sobre los charcos de agua. La mirada empozada de la anciana le inquietaba. Fue al refrigerador a buscar algo de comer, pero no había nada. Volvió a la ventana. La anciana sujetaba nuevamente manitas del niño con fervor. Miró al reloj nuevamente. Era hora de regresar al aeropuerto. Cogió las llaves y buscó su cartera que había dejado sobre la repisa cerca de la venta.
     Llegó al aeropuerto a tiempo. El pecho latía con fuerza. Un calor se expandía como un hormigueo embravecido. Cierto temblor de las manos se asomaba. El vuelo había aterrizado. Los pasajeros salían despavoridos preocupados por el equipaje. Trataban de divisar a sus familiares. Salían para confundirse en abrazos y besos que reconciliaban la aridez de la distancia. Esperó hasta que cerraron las puertas de la salida. No pudo divisar a sus hijos. ¿Tanto habrían cambiado? Desechó la idea por ridícula. Fue al mostrador y la empleada de la aerolínea le indicó que sus hijos no habían abordado el avión. Mientras preguntaba, observó al personal de inmigración, detenían a una anciana con un niño que vestía poncho amarillo y aún escurría las gotas de lluvia por todo el suelo. Confusa preguntó a unos pasajeros que estaban cerca  qué ocurría. Le dijeron que aquella señora había intentado sacar ilegalmente al niño del país. Fue entonces cuando Patricia sintió por primera vez esa punzada de alarma. Esa angustia, no era la angustia que nos invade después del desenfreno.
             

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