Ayer reventé los cristales con mi aliento,
soplé sobre los papeles para reconocer su marca ígnea
y ya no pude escribir atormentado por las voces
de todos los que consideran mi verso
el espasmo de una neurona rebelde,
como si fuera un crimen, como si fuera un desahucio
o el embargo de una propiedad
y el desalojo y el desamparo fueran el único destino.
¿Cuánta soledad me abraza en este momento?
¿Cuánta nostalgia? No lo sé.
Rozo los anaqueles con la punta de los dedos,
dejo mi marca que borra el polvo
¿acaso será esta la única marca posible?
Me pregunto si Platón ha muerto realmente
y lo veo desde el estante riéndose como un lunático,
como un ladrón que ha conseguido burlar a la policía,
él nos persigue espejo tras espejo,
como aquel obituario que espera a su lector ausente,
como una Safo que se lanza sobre las olas
para permanecer en constante movimiento
y deviene convertida en una Señora Dalloway,
es rumor de horas que mueren sobre el mar,
o en una poeta que fue una desconocida más,
unas horas antes y también después del naufragio.
Siquiera Aristóteles pudo borrar su marca,
por eso necesito de un beso de Parménides para evadir el fuego
y descubrir la flor de la permanencia husmeando entre mis piernas.
Platón me lo arrebata todo de las manos,
las visiones totalitarias se sumergen sobre mis abismos.
¿Debemos ser absolutamente modernos
si el olvido se graba en la memoria?
¿Quién esquiva la permanencia
bajo la sombra de un desierto?
Anoche, la musa entró en mi habitación sombría,
algo triste le consumía por dentro,
se colgó de la bombilla de mi abanico de techo sin decir nada,
como todos los suicidas la muy ilusa creyó que podía morir…
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