Cuando llegó a la frontera sintió un vértigo en el
estómago. Quiso regresar. Le aterró cruzar aquel breve espacio que dividía su
antigua vida de la nueva. La guerra le había quitado todo. El país se había
encargado de sembrarle el odio más perfecto y el desprecio más acendrado en las
pupilas. ¿Por qué dudaba? El invierno seguía matando gente en las calles. Era
hora de partir.
Había
viajado millas para poder salir del país. Sabía que la estaban siguiendo. No le
iban a perdonar. ¡Traidora! Era lo único que podía escuchar cuando escapaba de
la multitud. Ya habían pasado varios años. Extrañaba el calor de su casa que ahora
era un recuerdo difuso en su memoria. Sin embargo, recordaba con claridad los
besos de su marido y las risas de sus hijos. Nada de eso volvería. A los niños
se los llevaron y al marido lo fusilaron.
Apenas
tenían diez, ocho y seis años respectivamente. Ya habían pasado quince años sin
verlos. Recordó mientras observaba con inquietud unos arbustos estremecerse. Aquella
tarde cuando regresó con sus camaradas sólo se encontró con el charco de sangre
que llegaba hasta la puerta. Ni un rastro, siquiera habían dejado una amenaza,
nada. Simplemente arrasaron con el lugar.
Supo
por los vecinos que permanecieron escondidos que habían fusilado a un hombre,
estaban seguros que era su marido y a los niños se los llevaron en un camión. Odiaba
a la nación y a todos los imaginarios que la dejaron sin nada. Destetaba a Marx
y a Engels tanto como odió a los inversionistas americanos con quien tuvo que
acostarse mientras servía de espía. Hacía muchos años había perdido contacto
con sus compañeros de la resistencia. ¿Habrían muerto? Poco a poco fue
perdiendo sus direcciones. Las cartas dejaron de llegar sin explicación alguna.
No entendía porque la vida le extendía los años para ser testigo de más
horrores.
Seguía allí parada observando el
horizonte. Una punzada en el pecho latía con fuerza. “Los años no pasan en vano”
–dijo en voz alta, casi como un susurro. El viento se agarraba de las laderas,
como su obstinado cuerpo herrumbroso. Se sentía devastada. Su único logro había
sido vivir en fuga constante. Sabía que debía cruzar, que no podía demorarse
más allí. Miró hacia atrás y recordó a sus hijos. Nunca supo su paradero. Si sobrevivieron,
ahora serían adultos. ¿Qué tipo de vida llevarían? ¿Los habrían matado? La idea
hizo que la punzada en el pecho le latiese con más fuerza.
Tres
soldados aparecieron de improvisto y le ordenaron que se detuviera. “Ya es hora
de acabar con todo esto” –se dijo con la garganta seca. Dio la vuelta para
mirar a los ojos a aquellos hombres y sacó su pequeña pistola para abrir fuego.
Una punzada comenzó a latir. La sangre corría. Esbozó una sonrisa breve, casi como
un relámpago. Del otro lado una parte suya también se desangraba.
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