Instinto
Enciende un cigarrillo mientras observa el
pulsor parpadeando en la pantalla. Su apartamento llevaba vuelto un caos varios
días y la fecha de entrega del capítulo
final de su tesis se acercaba. Afuera llovía sin escampar desde el lunes y el pronóstico meteorológico
anunciaba más lluvia para el resto de la semana. Se levantó aún presa de su
absolución y se miró al espejo. Acomodó un mechón de pelo que se había
destrenzado y colgaba sobre su frente. Llevaba puesto el mismo camisón desde la
noche anterior. El teléfono sonó a las doce de la media noche. Era José, su ex
esposo. Recordaba algunos fragmentos de la conversación mientras inhalaba una
bocanada de humo.
-¿Cuándo piensas quedarte con los
niños? Estas serán mis vacaciones y Cristina está empeñada en que vayamos solos
y honestamente pienso que tiene razón…
-Sabes que estoy a punto de terminar
con la investigación. Necesito acabar para poder firmar el contrato para la
plaza a tiempo completo que me ofreció el Decano en la Universidad.
-Tú no entiendes. Los niños te
necesitan…
-No empecemos, sabes que esto es
temporal.
-Sólo te digo que los niños se
quedan contigo estas vacaciones, llegan hoy.
-Pero, ¿cómo que llegan hoy?, ¿por
qué no me lo habías dicho…? ¡Cómo envías a los niños en un avión sin
notificarme…! ¡En qué estás pensando, si es que aún piensas!
-Llegan a las tres de la tarde –le
espetó secamente. Una vez dicho esto José colgó el teléfono, como de costumbre,
sus conversaciones nunca podían terminar con cordialidad.
Afuera una señora de unos cincuenta años
se resguardaba de la lluvia debajo de un alero y sostenía la mano de un pequeño
envuelto en un poncho amarillo. El pequeño chapoteaba los charcos de agua que
se iban formando con la corriente. La acera irregular tenía varios desniveles
que afectaban incluso caminar con seguridad. Inhaló dos o tres bocanadas más y
se preguntó desde cuando sus hijos se habían convertido en una mercancía de
intercambio entre su ex esposo y ella. En esa valija nueva que se gasta con
pocos viajes.
Llevaba cinco años dedicada a culminar su
investigación para la engorrosa tesis. Un laberinto que iría directo a
enmohecerse entre anaqueles y hongos. Había conseguido una beca Fullbright para
culminar su doctorado y esa era su única esperanza para conseguir empleo. La
burbuja hipotecaria del 2008 había dado al traste con la seguridad laboral en
el país y las universidades no estuvieron exentas del proceso. Los estudios
postgraduados, esa navaja de doble filo que anida en las gargantas de los más
jóvenes, vinieron a salvarle el pellejo, como a muchos en el país. No era
momento de preocuparse de la deuda futura. También de alguna manera le ofreció
el vehículo para escapar de una maternidad no deseada y que llegaba a
destiempo. José quiso tener niños desde siempre. Él creía en la familia, en que
la mujer tenía que asumir los roles de crianza porque eran las mujeres quienes estaban
mejor preparadas. Para él la maternidad era algo instintivo. Patricia nunca lo
vio de esa manera. Su ex era un hombre brillante. Se había graduado con honores
y había heredado el negocio familiar. Patricia nunca pudo comprender qué le
atrajo de él. Su deseo de formar familia distaba del hombre aventurero que
había conocido en aquél Bar una noche solitaria de diciembre.
Cada vez que surgía el tema de la
maternidad intentaba eludirlo. Nunca entendió bien qué significaba el instinto
materno. Su madre pensaba que había nacido seca. Dañada irremediablemente.
“Para lo único que sirves es para leer esos libros que nunca te han permitido
ser una mujer de verdad”. Patricia detestaba sus llamadas. Le parecían una
tortura, casi se sentía en la línea de fusilamiento esperando la balacera de
reclamos constantes de su madre. Había optado por el estoicismo y acelerar la
conversación lo más que pudiera. A veces para terminar la llamada sin
aspavientos, simplemente le decía que tenía trabajo de campo y tenía que salir.
Otras ocasiones inventaba que había llegado el muchacho de las entregas del restaurante y tenía que colgar para
pagarle la comida. Prometía devolver la llamada. Nunca lo hacía.
Desde su venta observaba cómo la
señora apretaba la mano del niño y trataba de zafarse. Ese niño se zafará de todos modos, le está haciendo daño. Las
palabras de José resonaban aún en su cabeza. “Los niños te necesitan”. ¿Les
estaré haciendo daño también? Se alejó
de la ventana. Volvió a sentarse frente a la computadora, pero la colección de
data había resultado infructuosa, salvo las historias orales. El teléfono
volvió a sonar, no quiso contestar. La grabadora escupió el mensaje urgente de
su Director de Tesis:
-Patricia, necesito que me entregues
tu último borrador, esta semana tenemos que presentarle al comité. Llama tan
pronto puedas. Un abrazo, Jorge.
Jorge era un hombre de unos cuarenta
y cinco años. Era alto y fumador compulsivo. Vestía siempre una chaqueta marrón
y unos jeans. Ya algunas canas sueltas le cubrían las entradas. Era atractivo, más que por su físico por su
aire maduro que despertaba la sensualidad de la experiencia. No parecía gastado
por los años sino al contrario su sonrisa destilaba vitalidad y un júbilo inusual
en un académico. Patricia rechazaba la idea de su sensualidad maciza. Rehuía mirar sus vellos revueltos en el pecho,
hasta que en una fiesta de confraternización entre la facultad y los estudiantes
terminaron escapándose juntos, justo cuando el Director de Departamento
iniciaba su anquilosado discurso. Desde
ese entonces vivían un romance muy atípico. Patricia no soportaba la idea de
tenerle mucho tiempo cerca. Le decía que eso le impediría a ambos ser
objetivos. Lo cierto es que a los hombres, le importa poco la objetividad
cuando pierden la cabeza por una mujer.
Encendió otro cigarrillo, exasperada. No
encontraba las palabras para articular sus postulados. Estaba cansada de citar
autores que ya nadie lee y de rastrear axiomas de teorías imbricadas en una
verborrea desoladora. Ya daban las dos y treinta y aún no conseguía moverse de
su ventana. Miró al reloj. Volvió a observar a la señora que sujetaba al
pequeño. El niño lloraba, inquieto y la señora lo reprendía mientras la lluvia
arreciaba.
Se cambió la blusa y se puso unos jeans.
Ya en la carretera tomó la calle que conectaba al expreso. Apagó la radio para
organizar su mente. Hacía un año que no veía a sus hijos. No podía negar que se
sentía ansiosa. ¿Era júbilo o nervios, aquello que se le anudaba en el estómago?
Estacionó su vehículo y se acercó a la salida destinada. Veía viajeros de todas
partes, algunos vendedores indios con estampas. Daban las tres y media. ¿No me
retrasé tanto? Los niños me van a odiar. Miraba hacia la pantalla de
itinerarios de la aerolínea. No había noticias del vuelo. Si esto es una mala broma de Jorge, me va escuchar. Preguntó a una
empleada de la aerolínea y verificó el itinerario. El vuelo en efecto había
salido, pero estaba retrasado. Tuvieron que cambiar la ruta por el mal tiempo.
Decidió regresar a su casa e intentar adelantar algunas páginas. No tenía
sentido esperar tres horas más en el aeropuerto. Transitó lo más rápido que
pudo. Una vez en el apartamento reapareció el bloqueo y las cenizas palpitantes
del pulsor sobre la página en blanco.
Se levantó y observó por el cristal
empañado de la venta. Los autos disminuían la velocidad y la ciudad parecía
aquietarse con la lluvia. Estuvo largo rato con
la mirada enredada entre las gotas que resbalaban por la ventana. El
niño reapareció de súbito y continúo chapoteando sobre los charcos de agua. La
mirada empozada de la anciana le inquietaba. Fue al refrigerador a buscar algo
de comer, pero no había nada. Volvió a la ventana. La anciana sujetaba
nuevamente manitas del niño con fervor. Miró al reloj nuevamente. Era hora de
regresar al aeropuerto. Cogió las llaves y buscó su cartera que había dejado
sobre la repisa cerca de la venta.
Llegó al aeropuerto a tiempo. El pecho
latía con fuerza. Un calor se expandía como un hormigueo embravecido. Cierto
temblor de las manos se asomaba. El vuelo había aterrizado. Los pasajeros
salían despavoridos preocupados por el equipaje. Trataban de divisar a sus
familiares. Salían para confundirse en abrazos y besos que reconciliaban la
aridez de la distancia. Esperó hasta que cerraron las puertas de la salida. No
pudo divisar a sus hijos. ¿Tanto habrían
cambiado? Desechó la idea por ridícula. Fue al mostrador y la empleada de
la aerolínea le indicó que sus hijos no habían abordado el avión. Mientras
preguntaba, observó al personal de inmigración, detenían a una anciana con un
niño que vestía poncho amarillo y aún escurría las gotas de lluvia por todo el
suelo. Confusa preguntó a unos pasajeros que estaban cerca qué ocurría. Le dijeron que aquella señora
había intentado sacar ilegalmente al niño del país. Fue entonces cuando
Patricia sintió por primera vez esa punzada de alarma. Esa angustia, no era la angustia
que nos invade después del desenfreno.
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