Sobre el autor

Mi foto
Puerto Rico (1986). Juris Doctor, Universidad de Puerto Rico. B.A. en Literatura Comparada, Universidad de Puerto Rico, Recinto Universitario de Mayagüez. Entre sus publicaciones destacan: Estoicismo profanado (2007), premiado por PEN Club de Puerto Rico y El imperio de los pájaros, (2011). Es columnista de la Revista Cruce y realiza estudios doctorales en Filosofía y letras en CEAPR. Se ha desempeñado como educador comunitario. Varias noches vagó por las calles de algún punto de la isla ofreciendo condones, jeriguillas limpias y pruebas de VIH.

Sobre mi poesía

“Echevarría Cabán reintroduce en el país una poesía indagatoria cuyo realismo imaginativo se encamina hacia una estética experiencial imaginística como posible paradigma de nuestra literatura más actual”

–Alberto Martínez Márquez


"Indudablemente, la poesía de Abdiel Echevarría es un reto a la normalidad de una conciencia tradicional"

–Rafael Colón Olivieri


domingo, abril 04, 2010

FEDRA


¿Cuánto tiempo es necesario para desaparecer?
-Vanesa Vilches Norat


Los domingos aún suelen ser días se sosiego. Fedra miraba hacia la calle con la mirada perdida y en actitud de reposo. Su silueta desnuda cortaba los filos de la luz y la cortina plegada hacia la derecha rozaba su cintura suavemente. Siempre le había gustado esa sensación que le erizaba los vellos. La suavidad de la tela y el temblor de los músculos. Observaba a la gente caminar despreocupada por la acera y la escena casi producto de un cuadro impresionista le pareció agradable. Permaneció ensimismada frente a la ventana por varias horas sin deseos de hacer nada, simplemente quería estar allí sin ninguna razón, hasta que decidió caminar a la sala y sacar un cigarrillo de su cartera. Lo encendió con dificultad, casi no quedaba gas en el encendedor. Lo llevó lentamente a sus labios morados e inhaló profundamente, deseaba que el humo invadiera hasta el último alveolo de sus pulmones. Pensó que todas las madres deberían ser mujeres abnegadas, como las que observaba caminando con sus hijos en la calle.

Pensó también en Jorge, en sus brazos y sus hombros redondos, su juventud… Se acercó al espejo del recibidor y descubrió como sus senos habían cedido en firmeza. Se notó ojerosa. Algunas líneas de expresión se asomaban incipientes. Hacían que sus ojos parecieran dos pozos desbordados de hiedras. El vientre no era del todo plano, algunos grumos de grasa lo deformaban. Afortunadamente los disimulaba la oscuridad del recinto. Fedra conocía los juegos de luz y sombra que le favorecían. Conocía los ángulos que ocultaban los defectos de un cuerpo cansado y aún capaz de rebelarse para saciar sus deseos. Las cortinas marrones ocultaban la claridad, solo se filtraban algunos rayos de luz a través del ventanal que daba hacia la calle. Rozaba su vientre lentamente y jugaba con algunos vellos salteados que comenzaban justo debajo del obligo. El vientre le ardía de deseo más que nunca. Jorge le había devuelto las ansías perdidas en un matrimonio demasiado largo para sostenerse inmutable. Otro cigarrillo advenía a su boca, al mismo tiempo que se sentaba sobre el sofá y cruzaba las piernas. Los pechos se expandieron, como sus pulmones en busca de aire. El miedo por lo ajeno nos ata a nuestros pequeños infiernos. Inhaló una bocanada de humo y acomodó su cabello hacia atrás. Jorge se había ido en la mañana sin despedirse, esta vez sin besarla mientras permanecía dormida. No volvería en la noche, Fedra lo sabía, aún así lo esperaba desnuda como de costumbre.

Observó la foto de su hijastro y su esposo a la que había doblado el extremo derecho en que aparecía su rostro deformado por una sonrisa fútil. No los extrañaba. Sencillamente los había borrado de su vida excepto por la foto que aún conservaba. Necesitaba algo que atestiguara que había existido, para eso sirven las familias. ¿Será por eso que las madres deben ser abnegadas? A fin de cuentas son ellas quienes cargan la memoria familiar y llenan álbumes enteros de fotos. Ahí todos parecen ser felices, -nunca he visto un álbum con mujeres maltratadas, con fotos de los amantes, a menos que fuesen amigos de la familia-. Lamentó no haber sido disciplinada en ese asunto. Varias de sus fotos permanecían sin revelar en algún rollo o sepultadas en la tarjeta de memoria de la nueva cámara digital.

Otro cigarrillo. Detestó la maternidad y los huecos que le habían alterado los ritmos y la figura. Aunque su hijo no había sobrevivido. Nació con espina bífida y para fortuna de todos decidió morirse. Fedra siempre pensó que fue lo mejor y nunca sintió pena alguna por la suerte de la criatura. Agradecía que no hubiese sobrevivido a este mundo animal. Todos aplaudieron su fortaleza en el sepelio, ninguno imaginó que no le importaba en absoluto estar allí. No le encontraba sentido a la vida en sí misma, para sentir la necesidad de encarar la muerte como un fenómeno que te arrebata algo que nunca has querido. Luego sobrevino la incapacidad para tener hijos, la consecuente infidelidad del marido (según su suegra) y la mudanza del hijo de éste desde Nueva York. Era un adolecente bien parecido, su cuerpo se desarrollaba con vigor, no como esos muchachos que se alargan escuálidos y deformes. Tenía el pecho firme y el vientre plano. La sonrisa de su padre era lo más hermoso en el rostro de Hipólito. Ella no pudo más con las exigencias de la vida familiar y abandonó la casa. El jovencito buscaba siempre la manera de estar cerca de ella, de rozarla, de oler su cabello. Temía que su marido la descubriera en esas circunstancias, el muchacho era del todo apetecible. -Nunca me ha gustado demasiado el peligro, pero algo dentro de mí me obliga a retarlo, me impulsa-.

Su piel estaba más sensible que de costumbre, pensó que estaría ovulando. La sola idea le provocó náuseas. Exhaló varios círculos que dibujaba con sus labios. Recordó cuando dibujaba las letras de su nombre con la lengua sobre el vientre de Jorge y deslizó de inmediato sus manos hasta los labios vaginales. Descargó el recuerdo y el cigarrillo se extinguió olvidado sobre la mesita junto a la lámpara que nunca encendía.

Jorge había llegado por accidente. Se lo encontró en una fiesta familiar y desde esa misma noche tuvieron sus primeros encuentros. Caminó hacia la cocina y sintió un inexplicable vacío… más inmenso que los que había experimentado a lo largo de su vida. Siquiera aquél que la invadía en sus años de estudiante en Río Piedras podía compararse. Cuando decidió mudarse a San Juan a estudiar el bachillerato en Artes, que ahora no le servía para nada, su vida pareció tornarse en un oscuro hoyo negro de simplicidad y aceleración citadina. La vida allí le parecía simple, consistía de aparentar sofisticación, pero tras todo aquel artilugio la gente lo único que hacía era trabajar, estudiar, dormir, y meter en cada rincón disponible y beber hasta vomitar la vida.

No obstante, la ciudad siempre se le mostró generosa. En las calles de San Juan, la gente cargaba en la mirada una ansiedad que se traducía en deseo. El juego de las miradas invitaba y el roce incitaba. Vagaba por largas horas sin tener un rumbo fijo para perseguir hombres con la mirada. No obstante, el vacío que experimentaba ahora era distinto. Era como si todo su ser perdiera sustancia dilatada sobre una corriente sin freno. No sabía desde cuando, pero el vacío de un cuerpo cansado se enroscaba en sus huesos. Una serpiente le partía la osamenta, podía escuchar cómo restrillaba a cada paso.

El dinero se le había acabado, sabía que su amante no volvería y tampoco deseaba regresar a su hogar. Quería huir del aire tenso y rutinario que se vivía en aquella casa. Sobre todo detestaba el régimen de represión moral a la que la había inducido su marido durante veinte años. Además, estaba Hipólito, tan deseable que volvería a asecharla como la mirada, con sus juegos de manos, en los cuales, los dedos del insaciable joven terminaban introduciéndose en su vagina.

La sonrisa tierna de su hijastro le conmovía. Sabía que no podría resistirse a aquellos ojos que la espiaban desde la ventana cuando fumaba en el jardín posterior, envuelta en su bata transparente. Sentía aquella mirada en la nuca. El joven miraba su figura semidesnuda con una suerte de esperanza y miedo. El peligro, la expectación, el juego invadían su mente con las fantasías típicas de un adolescente en busca de retar la represión del padre. Pensaba en cómo la mirada posee los cuerpos y se quedan encarcelados en las ruedas de los párpados. Recordó cómo se le hinchaban los senos y el torrente sanguíneo se le disparaba al saberse deseada. Sabía que le ofrecía un espectáculo al joven del todo deplorable, escondida tras la cortina de humo del cigarrillo, pero al mismo tiempo se sentía viva.

Esa noche decidió volver a su casa. No tenía otro remedio. No tenía dinero y sabía que su amante la había abandonado. Una mujer sabe de esas cosas. Lo siente en el cambio de olor del cuerpo del hombre cuando se aleja. Hay algo en la química de los cuerpos que anuncia la distancia, pero se aprende a ignorarlo, tal vez nuestro olfato está demasiado atrofiado con los químicos de los perfumes para poder identificarlo a tiempo. Aunque ése no era el caso de Fedra, ella lo venía venir, como en algún momento vio venir la caída aparatosa de sus senos.

Nada existe si no es observado, pensó mientras empacaba sus cosas, siquiera el deseo cautivo en la memoria de una imagen. Revolvió su cabello, se puso su traje más sencillo para evitar subirse los jeans ajustados que le estrangulaban la vagina. Luego regresaría por las otras cosas que no cabían en su auto. No se maquilló y parecía hermosa. Recogió lo esencial y manejó unas horas hasta su casa. Le parecía ajena luego de esos meses de ausencia. ¿Cómo nuestra percepción de un lugar puede cambiar tan rápido? Una atmósfera silente contestaba sus cavilaciones. El viento soplaba levente y los árboles se mecían inermes. Abrió la puerta sin problemas, su marido no había cambiado la cerradura. Tal vez pensaba que volvería. Subió las escaleras hasta su cuarto. La casa estaba en silencio, el perro estaba amarrado afuera. Al acercarse a su habitación escuchó los muelles de la cama chillar estridentemente. El sonido la alarmó. La puerta entreabierta permitía que una rendija de luz revelara el juego de las sombras. Escuchaba a su marido gemir. El pánico, y a la vez, un deseo inexplicable se apoderaron de su cuerpo al reconocer aquellas espaldas brillantes por el sudor y aquellos ojos al borde del éxtasis que siempre la habían observado con esperanza y miedo…

No hay comentarios: