El nombramiento de la jueza Sonia Sotomayor al Tribunal supremo de Estados Unidos ha agitado nuevamente el debate ideológico en torno al racismo que muchos vieron conciliado con la elección del presidente Barack Obama. La ficción de unidad social se resquebrajó cuando la jueza afirmó que su bagaje cultural le permitiría tomar decisiones mucho más justas que un juez blanco.
La polémica desatada en el sector republicano se nutre del nacionalismo imperial estadounidense -ya desgastado en las sociedades postindustriales- que ha propiciado su política exterior. El sesgo irónico con que los republicanos defienden su nacionalismo racial que para éstos no resulta amenazante salta a la vista. Al parecer a juicio de ellos la amenaza proviene de los sectores minoritarios que por medio de la inmigración revierten el proceso de intervención oportunista de Estados Unidos en el escenario internacional.
La actitud republicana ante el nombramiento deja en evidencia que las celebradas fragmentaciones del sujeto individual fueron una ficción más de las narrativas postmodernas. La situación de Sotomayor provoca que reflexionemos sobre las desigualdades raciales que aún imperan en las sociedades del primer mundo y que, no se subsanan con el nombramiento de “minorías raciales”, si como resultado agudizan la invisibilidad de dicha desigualdad.
El pánico que la experiencia del otro, en este caso una jueza puertorriqueña, desata en el imaginario blanco saca a la luz que, aunque Sotomayor sea confirmada, el trayecto a reconocer la legitimidad de la experiencia del otro sigue estando lejos de materializarse. En especial, si perdemos de perspectiva el sentido democrático ante la fascinación de figuras mediáticas, como Sotomayor y el mismo Obama, las cuales por una parte abonan a la erradicación del racismo y por otra descontextualizan las experiencias de grupos sociales cuyas bases socio-culturales son sumamente heterogéneas.
La polémica desatada en el sector republicano se nutre del nacionalismo imperial estadounidense -ya desgastado en las sociedades postindustriales- que ha propiciado su política exterior. El sesgo irónico con que los republicanos defienden su nacionalismo racial que para éstos no resulta amenazante salta a la vista. Al parecer a juicio de ellos la amenaza proviene de los sectores minoritarios que por medio de la inmigración revierten el proceso de intervención oportunista de Estados Unidos en el escenario internacional.
La actitud republicana ante el nombramiento deja en evidencia que las celebradas fragmentaciones del sujeto individual fueron una ficción más de las narrativas postmodernas. La situación de Sotomayor provoca que reflexionemos sobre las desigualdades raciales que aún imperan en las sociedades del primer mundo y que, no se subsanan con el nombramiento de “minorías raciales”, si como resultado agudizan la invisibilidad de dicha desigualdad.
El pánico que la experiencia del otro, en este caso una jueza puertorriqueña, desata en el imaginario blanco saca a la luz que, aunque Sotomayor sea confirmada, el trayecto a reconocer la legitimidad de la experiencia del otro sigue estando lejos de materializarse. En especial, si perdemos de perspectiva el sentido democrático ante la fascinación de figuras mediáticas, como Sotomayor y el mismo Obama, las cuales por una parte abonan a la erradicación del racismo y por otra descontextualizan las experiencias de grupos sociales cuyas bases socio-culturales son sumamente heterogéneas.
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